Macondo quintanarroense

Devoradores de tierra, golosos de ejidos. Gobernantes cuyo modus operandi consiste en adquirir, por medio de marrullerías, grandes extensiones; señores feudales, propietarios de vaticanos particulares, papas de monte. La tierra es de quien la especula; el grito de guerra zapatista, desdibujado por quienes instituyeron la revolución.

Ellos, como si el país fuera una adelita extraviada, le levantan las enaguas. No importa la edad. En Yucatán, Cornelio Aguilar Ortega no logra abarcar con una mirada la extensión de sus tierras. A sus cinco años, era ya dueño de casi ciento sesenta hectáreas.

Este pequeño latifundista, hoy ya con diez, es hijo de Guadalupe Ortega y Cornelio Aguilar, es decir, sobrinísimo de la ex gobernadora de Yucatán Ivonne Ortega Pacheco.

En Quintana Roo, el nuevo gobernador presentó este miércoles una denuncia ante la Fiscalía Federal por la venta irregular y a precio de saldo de casi diez mil hectáreas a favor de amigos y familiares de Roberto Borge. Esta superficie, comparaba La Jornada Maya, equivale a seis veces la zona hotelera de Cancún o bien, a veinticuatro veces Isla Mujeres.

Un vasto botín, repartido entre veinte, uno de ellos la madre de Borge, tan recordada últimamente. La tierra, ese oscuro objeto de deseo; su feroz especulación ha enriquecido a un puñado. Tinterillos que marean y embriagan a ejidatarios para que éstos le vendan sus propiedades a precio de risa se embolsan comisiones del doce por ciento. Mínimo.

Merolicos que se enriquecen con engaños y caguamas, disputándose unos y otros, como perros, parcelas que compran a un peso y venden en doscientos. Mínimo.

Este domingo se realizará en Hunucmá un circo, en donde uno de los especialistas de pillaje hará su magia, alquimista que transforma la mierda en oro, y viceversa. Y todos felices. Resabios de nuestro adn que únicamente concibe la generación de riqueza con el acaparamiento, que desdeña el trabajo y la transformación y se conforma con lograr transacciones provechosas; la bistecracia.

En nuestras narices se registra este pillaje, que involucra no sólo a los políticos. Muchas de las grandes riquezas de la Península están cimentadas en grandes extensiones de tierra. De facto, en esta que se dice república hay duques, barones y condes. Devoradores de tierra, golosos de ejidos que me remiten, irremediablemente, a esa metáfora de la historia universal que es «Cien años de soledad».

La peste del insomnio casi doblega a ese Macondo tan quintanarroense que se erigió en la imaginación —portento, huracán, hoguera…— de García Márquez. Como la corrupción, esta dolencia fue diezmando la población, que vagabundeaba bañada por la luna.

La paciente cero de esta peste era una niña llamada Raquel, que sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas. La mítica matriarca Úrsula, para curarla, regó con hiel de vaca el patio y untó chile en las paredes; hizo desayunar a la tierrófaga jugo de naranja con ruibarbo, en la demoledora lógica femenina que cualquier sustancia amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al hígado. Cuando nada de eso sirvió, Úrsula recurrió a un tratamiento de cintarazos.

Con nuestros propios engullidores de propiedades, podemos ahorrarnos los menjurjes y pasar directo a los fajazos. Mínimo.

Twitter: @PabloCicero

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